jueves, 2 de septiembre de 2010


Te ví con la mirada perdida y con un cigarrillo entre tus dedos hecho cenizas. Te hice una caricia una caricia en la mano, te sonreí y me dijiste "nos vamos".

Ninguno de los dos tuvo que especificar a dónde, ni siquiera tuve que contestar. No era una pregunta, era una orden.

Caminamos unas cuadras en silencio mientras yo jugaba a no pisar los bordes de las baldozas de la calle y no me atreví a levantar la vista ni una sola vez. Un cruce de miradas con vos puede significar demasiado, y eso te asusta, te hizo huir muchas veces. Ya lo aprendí.

Llegamos. Empujaste la puerta, y me hiciste señas para que entrara.

Automáticamente, al pasar por esa puerta, nos transformamos. Te hice un chiste que respondiste con otro en medio de una risa contenida, empecé a sacarme la campera mientras caminábamos por ese pasillo que tan bien conozco y que aún en penumbras puedo atravesar sin problemas, llegué adelante tuyo a la última puerta, me empujaste suavemente contra la pared y me sacaste la remera, me acariciaste el pecho, la espalda, me besaste la panza, la cintura, subiste por mi pecho y me mordiste suavemente el cuello. Y me abrazaste.

Te di un beso en la frente y me corrí para que hicieras los movimientos de siempre: poner la llave, girarla dos veces a la derecha, patear la puerta, empujarla y

Welcome to heaven and hell -dijiste.